~Aperitivo~
Memorias de un
amigo imaginario
(Matthew Dicks)
Les voy a contar lo que sé:
Me llamo Budo.
Hace cinco años que estoy en el mundo.
Cinco años es mucho tiempo para alguien como yo.
Fue Max quien me puso ese nombre.
Max es el único ser humano que puede verme.
Los padres de Max dicen que soy un «amigo imaginario».
Me gusta mucho la maestra de Max, la señorita Gosk.
No me gusta la otra maestra de Max, la señorita
Patterson.
No soy imaginario.
~Entrada~
Querida Alejandría
(María García
Esperón)
Aquí,
Alejandría, interrumpo esta carta, porque las lágrimas me ahogan y el dolor se
ha enroscado por sorpresa en la punta de mi cálamo impidiéndome trazar las
letras. Porque he mirado hacia atrás y he visto espléndidos y bellos a mis
padres y a mis hermanos, sentados sobre tronos de oro y ciñendo coronas. Vi
sonreír a Cleopatra y exultar de orgullo a Marco Antonio. Contemplé el alma de
Julio César asomada a los ojos de mi hermano mayor. Me reflejé en los sueños
dorados de Alejandro Helios y sostuve contra mi pecho a Tolomeo, el pequeño
macedonio.
Lloro
sobre el papiro, Alejandría, y hago ilegible la despedida, porque sobre esa
mañana de los tronos de oro, sobre esos niños, ese adolescente, esa reina y ese
espléndido Imperator
pasó el aliento inexorable de la muerte, respetando solamente –¿para qué?– a la
dueña de esta mano que te escribe, tu hija, Cleopatra Selene.
~Plato Fuerte~
El oro del
cazador
(Philip Reeve)
—¿Y bien?
—¿Bien qué? —preguntó a su vez Hester, que había
tomado una manía instantánea a aquel extraño presuntuoso.
—Lo siento, señor —habló Tom más cortésmente—. No
entendemos realmente lo que quiere usted…
—Oh, permítanme que me disculpe. Les pido perdón
—farfulló el extraño—. ¡Déjenme que lo aclare! Mi nombre es Pennyroyal. Nimrod
Beauregard Pennyroyal. He estado explorando un poco por esas grandes, horribles
y altas montañas y ahora me encuentro en viaje de vuelta a casa. Me gustaría
encarga pasaje a bordo de su encantadora aeronave.
~Postre~
La chica que
leía en el metro
(Christine
Féret–Fleury)
Descartó, a su pesar, el volumen de relatos, el primer
tomo de En busca del tiempo perdido, varias novelas policíacas con cubiertas
demasiado estropeadas, un ensayo sobre el sufrimiento en el trabajo, una
biografía de Stalin (¿por qué había comprado algo así?), un manual de
conversación francés–español, dos gruesas novelas rusas maquetadas en cuerpo 10
e interlineado simple (ilegible) y suspiró. Elegir no era tan fácil.
No le quedaba más remedio que vaciar el cajón. Algo
encontraría. Un libro inofensivo, que no pudiera desencadenar la menor
catástrofe.
A menos que…
Juliette apartó con la palma de la mano los libros,
que cayeron de cualquier manera en lo que, había que admitirlo, parecía una
tumba. Luego, cerró el cajón. Era triste; lo sentía, pero de momento no quería
detenerse en aquella emoción difusa y desagradable.
Tenía una misión que cumplir.
Con mis agradecimientos para Nea Poulain, por la idea para el ciclo de entradas "Tinta a la Carta".
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