Título: Los Reyes Malditos VI. La Flor de Lis y el León (en el idioma original, Le Lis et le Lion).
Autor: Maurice Druon.
Sinopsis: Con la muerte de Carlos IV se extingue la dinastía de los Capetos. El ascenso de los Valois al trono francés desatará la guerra de los Cien Años... La semilla del descomunal enfrentamiento ha caído en la tierra fértil de las rivalidades económicas, las ambiciones personales, los embrollos jurídicos y los resentimientos históricos. [...] Un personaje domina esos años decisivos para el occidente europeo: el conde Roberto de Artois. [...] (Extracto de la contraportada de mi ejemplar).
Editorial de mi ejemplar: Ediciones B (a través de byblos).
¿Qué les puedo decir? Aquí tenemos una sexta parte de Los Reyes Malditos, en esa edición de bolsillo que tan práctica me resulta para pasear (Bell rueda los ojos). Confieso ante ustedes, queridos lectores incautos, que no tenía ni idea del por qué el título era ese, La Flor de Lis y el León... Bueno, de la flor sí, pero del león no. Tuve que leerme casi medio libro para enterarme y es algo taaaaan simple... (Bell se palmea la frente). Heráldica, simple heráldica. Bien, a lo que vinieron.
La historia comienza, esta vez, prescindiendo de un prólogo, pasando directamente a mostrar la boda entre el joven rey Eduardo III Plantagenêt y Felipa de Hainaut. Entre una cosa y otra, la ahora reina madre Isabel reflexiona sobre lo que ha pasado en los últimos tiempos, y aunque sabe que ya no tiene Inglaterra, quizá le quede Francia, ya que en esos momentos, su hermano menor, el rey Carlos IV, está agonizante. Y sí, Carlos el Hermoso muere, dejando encinta a su tercera esposa, Juana de Evreux, y los pares se reúnen para determinar, como en el caso de Luis X, quién llevará las riendas de la regencia y, en caso de que Juana tenga una hija, la corona de Francia. Aunque nadie contaba con la defensa de derechos que envía Isabel, primero en su nombre (por ser la única hija sobreviviente de Felipe IV el Hermoso) y luego, debido a la ley sálica, en nombre de su hijo, Eduardo III.
Eso, damas y caballeros, es un drama de los buenos. Olviden las telenovelas, son cosa barata y falsa comparado con lo que antaño hacían los encumbrados para hacerse del poder. En la carrera por obtener la corona francesa, se menciona de paso que si Isabel quiere gobernar, primero debe tomarse en cuenta a Juana de Navarra, hija de Luis X apartada de la línea de sucesión por su tío, Felipe V; sin embargo, como los pares están firmemente instalados en la ley sálica (ya saben, una mujer no puede gobernar, bla, bla, bla...), entonces los enviados de Inglaterra declaran que deberían darle la corona a Eduardo III, el descendiente varón más próximo a Felipe IV, y no que la regencia (y posiblemente el trono) se la quede Felipe de Valois, hijo de Carlos de Valois, hermano de Felipe el Hermoso.
Entre una cosa y otra, en primera instancia Felipe de Valois obtiene la regencia, más que nada por los buenos aliados que le consiguió su primo, Roberto de Artois que, entre otras cosas, pidió a cambio que se le devuelva su herencia, actualmente en manos de su tía, la condesa Mahaut. Luego, Felipe de Valois pasa a ser Felipe VI por el nacimiento de la hija póstuma de Carlos IV, lo que hace respirar con alivio a muchas personas. Sin embargo, conforme pasa el tiempo y Roberto busca las pruebas para defender su causa (y si no las tiene, intenta fabricarlas), de pronto se ve acorralado por las circunstancias, por testigos que se retractan, por sospechas sobre su persona sobre ciertas muertes, para finalmente, ser proclamado como proscrito. Así, Roberto de Artois, antes todopoderoso señor, cuñado y consejero de Felipe VI, hace lo posible por conseguir todavía algún beneficio y las circunstancias lo llevan a Inglaterra, a la corte de Eduardo III, donde instiga a que el rey inglés exija que se le entregue la corona de Francia y, con ello, desencadena la que se conoce como segunda Guerra de los Cien Años.
Lo que puede hacer una simple corona, ¿no es así? En la actualidad, quedan pocas monarquías que realmente gobiernen, que no depositen el poder en una cámara de representantes o en una figura similar a la de un presidente (al menos que yo sepa, corríjanme si me equivoco). En aquel entonces, la palabra del rey era la ley, por lo que era sumamente importante quién ostentara el título. Así, habiendo dos hombres que se creyeran con derecho a manejar uno de los, entonces, más poderosos países del mundo, la guerra era solo cuestión de tiempo, haciendo que los menos afortunados, los de más abajo, pagaran las peores consecuencias.
Si alguien me sale ahora con que no quiere profundizar, aunque sea un poquito, en la historia de Francia, que lo parta un rayo. El modo en que Druon presenta los acontecimientos, ya lo había dicho, no es aburrido, como algunos creen que son las novelas históricas. Se nota que monsieur Druon se tomó su trabajo en serio, investigó, se documentó, dejó volar la imaginación en ciertas partes y el resultado le salió bastante bien. El cómo termina la novela en sí (con una especie de nota, antes de pasar a un epílogo que francamente, no esperaba pero que resultó interesantísimo) demuestra lo que insinué más arriba: que para dramas, intrigas, suspenso y demás, tal vez nos baste con un buen libro de historia.
Solo me queda lanzarme de cabeza por la última parte, cuyo título insinúa, según yo, el final de una maldición que quizá no fue tal, sino el conjunto de coincidencias, genética y malas presencias que llevaron a Francia, de ser una poderosa nación, a convertirse en un sitio donde la desgracia abundaba: De cómo un Rey perdió Francia.
Cuídense mucho y nos leemos a la próxima.
La historia comienza, esta vez, prescindiendo de un prólogo, pasando directamente a mostrar la boda entre el joven rey Eduardo III Plantagenêt y Felipa de Hainaut. Entre una cosa y otra, la ahora reina madre Isabel reflexiona sobre lo que ha pasado en los últimos tiempos, y aunque sabe que ya no tiene Inglaterra, quizá le quede Francia, ya que en esos momentos, su hermano menor, el rey Carlos IV, está agonizante. Y sí, Carlos el Hermoso muere, dejando encinta a su tercera esposa, Juana de Evreux, y los pares se reúnen para determinar, como en el caso de Luis X, quién llevará las riendas de la regencia y, en caso de que Juana tenga una hija, la corona de Francia. Aunque nadie contaba con la defensa de derechos que envía Isabel, primero en su nombre (por ser la única hija sobreviviente de Felipe IV el Hermoso) y luego, debido a la ley sálica, en nombre de su hijo, Eduardo III.
Eso, damas y caballeros, es un drama de los buenos. Olviden las telenovelas, son cosa barata y falsa comparado con lo que antaño hacían los encumbrados para hacerse del poder. En la carrera por obtener la corona francesa, se menciona de paso que si Isabel quiere gobernar, primero debe tomarse en cuenta a Juana de Navarra, hija de Luis X apartada de la línea de sucesión por su tío, Felipe V; sin embargo, como los pares están firmemente instalados en la ley sálica (ya saben, una mujer no puede gobernar, bla, bla, bla...), entonces los enviados de Inglaterra declaran que deberían darle la corona a Eduardo III, el descendiente varón más próximo a Felipe IV, y no que la regencia (y posiblemente el trono) se la quede Felipe de Valois, hijo de Carlos de Valois, hermano de Felipe el Hermoso.
Entre una cosa y otra, en primera instancia Felipe de Valois obtiene la regencia, más que nada por los buenos aliados que le consiguió su primo, Roberto de Artois que, entre otras cosas, pidió a cambio que se le devuelva su herencia, actualmente en manos de su tía, la condesa Mahaut. Luego, Felipe de Valois pasa a ser Felipe VI por el nacimiento de la hija póstuma de Carlos IV, lo que hace respirar con alivio a muchas personas. Sin embargo, conforme pasa el tiempo y Roberto busca las pruebas para defender su causa (y si no las tiene, intenta fabricarlas), de pronto se ve acorralado por las circunstancias, por testigos que se retractan, por sospechas sobre su persona sobre ciertas muertes, para finalmente, ser proclamado como proscrito. Así, Roberto de Artois, antes todopoderoso señor, cuñado y consejero de Felipe VI, hace lo posible por conseguir todavía algún beneficio y las circunstancias lo llevan a Inglaterra, a la corte de Eduardo III, donde instiga a que el rey inglés exija que se le entregue la corona de Francia y, con ello, desencadena la que se conoce como segunda Guerra de los Cien Años.
Lo que puede hacer una simple corona, ¿no es así? En la actualidad, quedan pocas monarquías que realmente gobiernen, que no depositen el poder en una cámara de representantes o en una figura similar a la de un presidente (al menos que yo sepa, corríjanme si me equivoco). En aquel entonces, la palabra del rey era la ley, por lo que era sumamente importante quién ostentara el título. Así, habiendo dos hombres que se creyeran con derecho a manejar uno de los, entonces, más poderosos países del mundo, la guerra era solo cuestión de tiempo, haciendo que los menos afortunados, los de más abajo, pagaran las peores consecuencias.
Si alguien me sale ahora con que no quiere profundizar, aunque sea un poquito, en la historia de Francia, que lo parta un rayo. El modo en que Druon presenta los acontecimientos, ya lo había dicho, no es aburrido, como algunos creen que son las novelas históricas. Se nota que monsieur Druon se tomó su trabajo en serio, investigó, se documentó, dejó volar la imaginación en ciertas partes y el resultado le salió bastante bien. El cómo termina la novela en sí (con una especie de nota, antes de pasar a un epílogo que francamente, no esperaba pero que resultó interesantísimo) demuestra lo que insinué más arriba: que para dramas, intrigas, suspenso y demás, tal vez nos baste con un buen libro de historia.
Solo me queda lanzarme de cabeza por la última parte, cuyo título insinúa, según yo, el final de una maldición que quizá no fue tal, sino el conjunto de coincidencias, genética y malas presencias que llevaron a Francia, de ser una poderosa nación, a convertirse en un sitio donde la desgracia abundaba: De cómo un Rey perdió Francia.
Cuídense mucho y nos leemos a la próxima.
No hay comentarios:
Publicar un comentario